Artículo recuperado del Observatorio de la Juventud en Iberoamérica.
Autor: Juan M. González-Anleo
Si nos concentramos en una espiritualidad para este cambio de época y para estos momentos en los cuales lo que vale es lo exterior, la espiritualidad debe ser transformadora; debe llevarnos a que cada uno de nosotros siembre esperanza, consuele a los afligidos, escuche a los que están solos y abrace lo doloroso de la vida.
Héctor Eduardo Lugo García (Sacerdote franciscano)
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I want your soul
I need your soul
Come to daddy…
Aphex Twin (Come to Daddy)
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Actualmente, la espiritualidad lo impregna todo, en especial aquello que nada tiene de espiritual: llamadores de ángeles como colgantes de diseño, pulseras con diminutos planetas personalizados con la alineación astral de cada signo del zodiaco, atrapasueños indios vendidos como carrillones de viento “vintage” o simplemente un anuncio de perfume que, cortando dos o tres primeros planos del producto, perfectamente podría guiar la meditación matinal de una congregación religiosa. ¿Cómo se ha llegado hasta aquí? ¿qué papel han jugado las diferentes generaciones de jóvenes en este proceso? Y sobre todo ¿qué caracteriza a la llamada Generación Z, la última de ellas, dentro de este nuevo caleidoscopio espiritual?
Si hubiera que resumir en una sola frase la historia del pensamiento en torno a la secularización, lo ideal sería recurrir al famoso microcuento de Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio aún seguía ahí”. Se hablaba ya de secularización, aún sin existir el término, desde el comienzo de la persecución de la brujería en Europa, en los albores del Renacimiento, remontándose a 1646 su origen histórico[i], y pasando ya definitivamente al terreno de la sociología a finales del siglo XIX de la mano de los grandes pesos pesados de esta disciplina, los señores Durkheim y Weber, para los que la religión y toda forma de espiritualidad basada en el pensamiento mágico-religioso tenían definitivamente sus días contados. Pero la humanidad despertó del sueño de la Razón ilustrada… y el dinosaurio seguía ahí; despertó de la pesadilla de la industrialización, del hundimiento del mundo entero en la barbarie de las Guerras Mundiales y más adelante del bonito sueño de la generación del 68… despertó incluso del pesado sueño de la postmodernidad… y el dinosaurio, para sorpresa de todos, sigue estando ahí [ii].
Algunos autores llegan a afirmar que el proceso de secularización se ha detenido, quien sabe si con carácter definitivo ya[iii]. ¿Es esto realmente cierto? Depende… y aquí es donde se encuentra el quid de la cuestión. Si de lo que hablamos es de religiosidad tradicional, en absoluto, el proceso continua, inexorable y con renovadas fuerzas aportadas por la última cohorte de Millenials y por la actual Generación Z, como clarísimamente se desprende del Jóvenes Españoles 2017, a cuya lectura remito al lector para una mejor y más profunda comprensión de este fenómeno[iv]. Si de lo que hablamos, por el contrario, es de espiritualidades, por más difusas que estás puedan ser vistas por algunos[v], podría afirmarse incluso que el proceso de secularización se está revirtiendo, tomando para sí todo el espacio deshabitado por las religiones tradicionales[vi].
Antes de entrar más a fondo en el terreno de las espiritualidades: ¿aporta algo nuevo la Generación Z al progresivo desgaste de las religiones tradicionales, asentados ya plenamente en la era posreligiosa o solamente sigue de forma inercial la trayectoria de las generaciones anteriores?
La Generación Z es heredera de las anteriores olas de secularización religiosa, de las que toma un malestar generalizado frente a las grandes instituciones religiosas, que clarísimamente sigue rechazando como jerárquicas, coercitivas, y a todas luces ancladas en un pasado que, para estas nuevas generaciones de jóvenes, no es otra cosa que prehistoria. Malestar compartido ya con la generación del 68, la gran quiebra que adelanta vertiginosamente las manillas del reloj del mundo en la esfera cultural y moral y hace que aquellos “signos de los tiempos” a los que trataba de adaptarse el Concilio Vaticano II queden una vez más desfasados, una gran brecha ya en aquel momento que se ira dilatando más y más con la Generación X y más adelante con los Millenials con cuestiones como la sexualidad o la bioética, pero a la que la Generación Z aporta su especial malestar, según sus particulares señas de identidad, especialmente la que a título personal considero la más importante de todas, su valor-guía: la tolerancia.
No creo que nadie se lleve las manos a la cabeza si afirmo que la tolerancia no se ha contado entre los valores estrella a lo largo de la historia de las grandes religiones, llegando algún autor a afirmar incluso que esta va más allá de lo anecdótico y circunstancial[vii]. Sea esto cierto o no, la cuestión esencial aquí es que durante siglos y hasta hace menos de una década esta intolerancia en realidad se encontraba en perfecta alineación con la intolerancia social, algo que muchas veces se olvida al juzgar pensamientos, personajes o instituciones históricas. Pero esto ha cambiado, de forma radical además y realmente en un periodo de tiempo extraordinariamente corto: actitudes o ideas intolerantes o excluyentes que hace apenas cinco años podían “tener un pase” (hacia la mujer, hacia diferentes opciones sexuales, etc.), a día de hoy chocan con un grueso muro y, tras de él, un grito generacional alto, claro… inequívoco: ¡Cierra la muralla! Solo un dato sobre esta cuestión: en una encuesta llevada a cabo en EEUU en la que se preguntaba a los jóvenes cual era la primera característica que definiría al cristianismo, la primera de todas, con un 91% de acuerdo, era “antihomosexual”, seguida inmediatamente después por “judgmental” (87%), que puede traducirse como “crítico”, pero también como “sentencioso” o “prejuicioso”[viii].
Teniendo en cuenta la deserción acumulada de esta nueva generación sobre las anteriores y el aumento del descontento con las instituciones religiosas por viejos y por nuevos desajustes generacionales, es de prever que esta secularización siga tranquilamente su curso hasta reducir el número de fieles vinculados a una institución y a un pack cerrado de credos, prácticas y rituales a la mínima expresión. Esto no trae consigo necesariamente, sin embargo, el fin de la religión, sino su transformación, y no tanto siguiendo la vieja lógica de la secularización sino, propone Martín Velasco, la de una “metamorfosis de lo sagrado”[ix], enmarcada, eso sí, en un proceso ya ampliamente observado de “desguace y reciclaje” de las religiones tradicionales. Dentro de este nuevo panorama, los jóvenes seguirán usando “materiales” religiosos, pero adaptados a sus propios intereses y necesidades y siempre dentro de su propia cosmovisión, una característica consustancial al término espiritualidad[x]. Porque si a todas luces siempre supuso un error hablar indistintamente de secularización religiosa y espiritual, más aún lo es hacer una distinción estricta y excesivamente rigurosa entre ambas dimensiones[xi]. ¿Qué sería, por ejemplo, una religión sin un fuerte componente espiritual sino un armatoste teológico, una cáscara vacía de normas sin demasiado sentido y rituales ejecutados de forma repetitiva y anodina? O en sentido contrario, ¿es necesario que las espiritualidades, tal y como se conciben hoy en día, renuncien a un ser trascendente o a su dimensión comunitaria? En absoluto.
No es este el espacio donde hacer un sesudo análisis de qué serie de características y de quien afirma o disiente en esa larga discusión[xii], pero sí es importante que nos fijemos en tres cuestiones para poder continuar: la primera, que los supuestos límites entre religión y espiritualidad son muchísimo más porosos de lo que habitualmente se piensa (y se quiere hacer pensar desde ambos flancos); segunda, que una de las características más importantes de la espiritualidad frente a la religión es el carácter cerrado y sellado de esta última frente a la primera, ofreciendo al creyente un “pack” cerrado e innegociable de creencias, normas, preceptos y ritos con sentidos preestablecidos por una jerarquía que, tercera y última característica, guía y dirige a través de una institución habitualmente de carácter jerárquico a una comunidad de fieles.
Las diferentes espiritualidades juveniles en la actualidad hay que observarlas a la luz de estas tres cuestiones básicas a las que, para los millenials rezagados y ya plenamente para la generación Z hay que añadir una cuarta cuestión, absolutamente esencial: la falta de una cultura religiosa de base, de un hardware religioso en el que (sobre)montar nuevas creencias de forma relativamente jerárquica. Esto supone, en mi opinión, una de las características más importantes de cómo se han desarrollado las espiritualidades en los últimos años y en dos direcciones diferentes aunque complementarias: en primer lugar, las espiritualidades actuales se “organizan” y afectan a la vida del individuo, como subraya Peter Berger en su última obra sobre el tema, como “islotes de sentido”[xiii] desperdigados en un mar de pensamiento lógico-práctico, pero si bien en la primera fase de las espiritualidades esos “islotes” estaban distribuidos acorde con un patrón establecido por unas creencias de base, habitualmente con reminiscencias de alguna religión concreta, a día de hoy ya no lo están, al faltar una estructura básica de sentido que les de coherencia (lo que no significa que no la tengan, sino que esta se la da directamente el individuo). Un joven puede, dicho de otra forma, creer perfectamente en Dios, definir a este como energía cósmica y al mismo tiempo creer en las prácticas mágicas de sanación, así como en la cristaloterapia, el karma y la reencarnación sin que ninguno de estos elementos “rija” sobre, ni “chirríe” frente al resto.
Esto último nos lleva a la segunda dirección apuntada: si en la primera fase de espiritualidad, que se establece en los años 60, con el nacimiento de la New Age, ésta tenía un fortísimo componente de crítica a las religiones oficiales, lo que en mi libro sobre la revolución juvenil del 68 denomino “espiritualidades de demolición”[xiv], bien adentrados ya en la segunda fase, desde finales de los 90, prácticamente ninguna de las formas de espiritualidad es de carácter crítico. Las creencias, como las espiritualidades energéticas o incluso las artes mágicas como la curación por imposición de manos, por el contrario, han terminado “olvidado” su carácter crítico original y por una razón que no podría ser más sencilla: porque en el proceso de personalización de estos componentes, anteriormente también anclados en una determinada religión o sistema filosófico (como el budismo), una vez desarraigados pierden prácticamente toda su esencia original, como ha sucedido, por ejemplo, con las artes de meditación como el yoga o derivados, como el Mindfullness, usadas originalmente como práctica de disolución del yo pero actualmente convertidas en meras técnicas de relajación y búsqueda del bienestar mental que, se ha comprobado, llegan incluso a inflarlo aún más. Queda de la primera fase de personalización, eso sí, una especie de “elitismo espiritual” que, en perfecta sintonía con los tiempos actuales, desprecia a la religión como algo para la masa a la que le gusta ser guiada, adquiriendo así el concepto de espiritualidad connotaciones de “originalidad”, “creatividad”, “autenticidad” o “singularidad”, sin por ello entrar en conflicto con sistemas religiosos.
Terminemos, y hagámoslo cerrando el círculo: si bien uno de los más llamativos huecos en la investigación sobre el tema de las espiritualidades sigue siendo constatar hasta qué punto éstas han sido capaces de absorber las tradicionales funciones de la religión para el individuo (apaciguar la mente frente a la desgracia, la enfermedad y la muerte, búsqueda del sentido de la existencia, necesidad de un sentimiento de justicia universal básica, etc.)[xv] no pocos autores señalan una clarísima apropiación, por su parte, de aquellas funciones que tradicionalmente desempeñaba para la sociedad.
Por un lado ¿realmente alguien podía plantearse, ni por un segundo, que una dimensión tan esencial para el ser humano iba a ser despreciada en un sistema neoliberal para el que cualquier cosa, hasta la más ridícula y anodina, es considerada un recurso para la venta o como nicho de mercado? Lógicamente no y esta es, junto a lo comentado anteriormente, la siguiente gran característica de la segunda fase de espiritualidad en la que nos encontramos actualmente y en la que se está desarrollando la Generación Z: la mercantilización de las espiritualidades[xvi].El uso de materiales vinculados a la espiritualidad, como apuntaba al comienzo del artículo, dentro de la maquinaria del marketing y la publicidad para la venta desde un perfume o un coche, hasta productos específicamente sacados de antiguas tradiciones religiosas o sistemas filosóficos.
Y junto a ella, por otro lado, todo un fino sistema de apropiación por parte de la industria de la felicidad como fórmula de alineación del individuo con los intereses sociales, en la que religión y espiritualidad quedan transformadas en telón de fondo para su nueva “función psicológica y energizadora”.En este sentido, Dios es transformado en una voluntad (o energía) amiga, aliada para la consecución de metas y proyectos; la Biblia “en un depósito más de esperanza, y repetición de mantras de felicidad y éxito”; y las técnicas concretas como el yoga o el Mindfullness en “tecnologías del yo” dirigidas “a aliviar las tensiones de la vida cotidiana”[xvii] y hacernos más llevadera una vida liquida en la que la inseguridad, el estrés e incluso la angustia son normas existenciales de primer orden impuestas por el propio sistema que, si nada cambia, marcará en pocos años a la nueva generación. Una generación incapaz ya de distinguir entre la psicología positiva con la que se han fundido y una espitualidad realmente transformadora tanto de uno mismo como del mundo en el que se vive.